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La mañana en que un viejo vio el mundo en tinieblas

Sara Lucía Reyes González

predeterminada

Desde mi colina en el páramo, disfrutaba de una vista privilegiada: don Elías Corredor, encorvado, ordeñaba sus vacas en el potrero del frente como lo hacía cada mañana. Era un anciano terco, obstinado, soberbio, y además el hombre más solitario, por voluntad propia, que hasta el momento había conocido. En mi infancia, mi mayor entretenimiento era burlarme de sus movimientos torpes y erráticos. Sin embargo, en esa particular mañana, el aire tenía un peso distinto, una señal que aún no entendía, sin sospechar cómo ese momento alteraría mi mundo de forma irreversible.

En la borrosa imagen que tengo de don Elías, lo recuerdo como un hombre de mediana estatura, y de complexión fuerte. Su piel era de un color rojizo, como achicharrada por el sol, y tenía el tono de aquel que trabaja el campo. En la dureza de su frente y en lo callos de sus manos se le notaba la dura labor que había desempeñado por una larga vida. Nunca se casó, nunca tuvo hijos. Trabajaba desde las cinco de la mañana hasta las seis de la tarde; nunca empezó antes y nunca terminó después. En el pueblo los viejos lo respetaban, las señoras lo criticaban y calumniaban, y los niños, incluyéndome, se mofaban de su terquedad inquebrantable.

En numerosas ocasiones me ofrecí a ayudarle con el ganado o con los cultivos, pero como siempre ocurría, don Elías me reprochaba: "¿Tengo cara de inválido o qué?" Otras veces me decía con prepotencia: "¡Fuerza para trabajar es lo que me sobra!". Él en verdad me odiaba, y nunca supe exactamente porqué. Me moría de la risa al verlo encolerizado persiguiendo un ternero arisco por la montaña minutos después de haber presumido su masculinidad y hombría. De todas formas, los rechazos del anciano a mis ofertas de ayuda solamente me perjudicaban a mí, pues mi madre, quién me ordenaba a ofrecer dicha ayuda, me regañaba al ver la triste escena de persecución que a mí tanto me divertía.

Esa mañana, la que lo cambiaría todo, lo espiaba desde mi casa en la colina, como de costumbre, mientras realizaba su tarea matutina. Primero, lo vi manoteando al aire como espantando moscas; lo cual me causó gracia por un rato, pero luego, me inquietaron la angustia y desespero de sus movimientos. Dio algunas vueltas sin moverse de aquel lugar, y minutos después observé que comenzaba a caminar con una seguridad fingida que hacía la escena aún más ridícula. Supuse que algo malo le había pasado, pues había dejado las vacas sin amarrar y el balde de la leche lo había tumbado de la rabia sin darse cuenta. Después de reírme de la situación, pensé en lo anterior, e inmediatamente salí disparado de mi casa para ayudarlo, y a la vez, irritarlo con mi presencia.

—Don Elías, ¿quiere que le ayude a bajar a su casa? —Le pregunté al viejo con una ligera ironía, que muy pronto se transformó en temor.

—Váyase niño, ¿a usted quién lo llamó? —Me respondió don Elías, dando vueltas y vueltas sin moverse del puesto, con un tono aún más agresivo al acostumbrado. —Lárguese de aquí que usted es como una piedra en mi zapato: inútil y molesto.

—Pero es que, don Elías, usted se ve como raro —fue mi sincera reacción a sus esporádicas patadas al aire—. De verdad parece como si necesitara ayuda.

Un leve sonido, como un crujido seco se percibió dejando un eco interminable en el espacio. Era la fractura de un objeto endurecido con el tiempo. Era la fractura de su implacable y soberbio corazón. La presión de la fractura fue liberada con ruido y rabia, la rabia de la decepción y el desaliento.

— ¡Que no! ¡Le acabo de decir que no, niño necio! —Me dijo en un grito que retumbó hasta la última montaña de la vereda. — ¿Por qué dice que me veo raro? —Continuó— ¿Porque me acabo de quedar totalmente ciego en medio de la nada y dependo totalmente de usted, cuando toda mi vida juré a Dios valerme por nadie más que mí mismo? Si es por eso, si es que me tiene lástima, déjeme decirle que no se me acerque y ni se atreva a dirigirme la palabra. Prefiero morirme a que un mocoso me ayude a bajar por donde he bajado todos los días durante setenta años. —Por un momento pensé que me iba a golpear, pero era una de sus manotadas al vacío. —Y de paso, ni se le ocurra tomarse la leche que acabo de ordeñar. ¡Váyase!

— Sí señor. Ya me voy a mi casa.

Mi respuesta la expresé con frialdad e indignación. Me devolví resoplando desanimado por el tremendo regaño que me había dado. «Ahí tiene su merecido, viejo malgeniado», pensaba en el camino. «Chupe por todas las veces que me gritó sin motivo», me repetía en mi cabeza con una satisfacción que, al recordarla ahora, me avergüenza. Mientras me alejaba del lugar, escuché un grito ensordecedor que, de nuevo, retumbó en las montañas; sin embargo, este era más cómo un lamento remoto. Era el viejo. Di la vuelta, y lo que presencié fue la encarnación de la humillación y el sufrimiento en un hombre desdichado. Sentí pena por don Elías, pues lo vi derrumbado en el suelo, llorando y maldiciendo a gritos su desgracia física; no obstante, yo sabía que en realidad lo que le pesaba era su perverso orgullo. Con ambos ojos abiertos, casi a punto de explotar, el hombre veía sin ver nada.

Me fui pensando en la leche que se había derramado en el pasto. Luego, con un poco más de madurez, no pude evitar reflexionar en lo salado que era don Elías. En el pueblo, las viejas murmuraban que desde que Elías Corredor era niño, había adoptado la singular costumbre de comer una zanahoria cada mañana, convencido de que así evitaría la ceguera y perpetuaría su autosuficiencia. Esta creencia, aunque comprensible en la mente de un adulto, se tornaba irónica en un anciano cuyas limitaciones físicas eran cada vez más evidentes. Esto no lo entendía don Elías, quien se creía Superman, como le solía decir a mi madre cuando me quejaba del anciano. Ahora, como por obra del karma o la Ley de Murphy, se encontraba él, solo, en aquel páramo ajeno a los trajines de la sociedad, como un hombre totalmente ciego.

Llegué a mi casa, y me senté en el corredor para seguir observando la función; pero no pude. Pensé que podría ser un espectador desde lejos, y si algo malo ocurría, me daría cuenta y socorrería al hombre de inmediato. Llegué demasiado tarde a mi casa. Mi mamá me esperaba con una correa con la cual me golpeó unas cuatro veces mientras me gritaba con voz temblorosa: "¡Lo mató, mijo!" "Lo mató usted por impaciente". Años después, mi madre me ofreció disculpas, confesando que su dura reacción había sido impulsada por la misma impresión de lo que había presenciado, el horror que aún oprimía su pecho.

Me contó en breve lo que había observado mientras yo regresaba a casa. Don Elías permaneció unos segundos en el suelo. Pero luego, con determinación, logró levantarse. Se dispuso a avanzar a tientas, y según mi madre, parecía estar buscando la quebrada para beber agua. Sin embargo, no calculó bien sus pasos, tropezó, y cayó al agua. «Considerando que la altura a la que se encontraba don Elías respecto a la quebrada era bastante elevada».

Mi madre me lo relató con urgencia mientras corríamos ansiosos por revisar cómo estaba el viejo, ignorando que todo se debía a su ceguera recién adquirida. No se lo comenté, pues sabía que me regañaría aún más por dejar a un hombre de setenta y seis años, y ciego, a la deriva. Bajamos de prisa al pozo y vimos al hombre tirado sobre una piedra en la mitad del arroyo. Un pigmento rojo que se desprendía como un hilo, de la cabeza de don Elías, bajaba por la piedra monumental y se mezclaba con las aguas diáfanas de la quebrada. Al verlo, supe que deseaba seguir el arroyo para llegar por su cuenta a la cabaña, y seguramente en su caminar obstinado y ciego, perdió el equilibrio.

Con mi mamá nos acercamos y vimos que, aunque con dificultad, todavía respiraba. Jamás lo había visto tan vulnerable como en aquel momento en que con un esfuerzo descomunal y en medio del delirio, dijo pausadamente: "Mamá, yo solo quería ser fuerte… y fracasé". "Perdóneme". Segundos después, quedó completamente inmóvil. Su piel, que antes era rojiza, se tornó de un blanco escalofriante, y murió descalabrado, con los ojos abiertos, como si buscara en su mirada vacía un consuelo que nunca permitió entrar en su vida.

Hoy, cumplo mis setenta y seis años; y, en este preciso momento, finalmente comprendo la razón por la cual don Elías tanto me aborrecía. El viejo en realidad no me odiaba, él envidiaba que yo corriera sin cansarme o sentir dolor, que yo jugara todo el día sin preocuparme por nada, que yo tuviera familia «al menos a mi mamá», envidiaba que aún me quedaba mucho tiempo para vivir y para enmendar errores en el camino. Me envidiaba por ser un niño, y porque él no podía volver a serlo. Ahora que he alcanzado su edad, comprendo su sufrimiento y, con nostalgia, recuerdo aquella mañana en que ese pobre anciano pronunció sus últimas palabras. Últimas, porque en ese instante no supe entenderlo, y así, perdí mi única oportunidad para salvarlo.