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MEMORIAS DEL HOSPITAL DE SAN JOSÉ

Claudia Talero-Gutiérrez. M.D. Foniatra | Profesora Titular de carrera | Centro Neurovitae. Grupo de Investigación en Neurociencia NeURos | Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud | Universidad del Rosario

Mosaico de la Facultad de Medicina, 1972

El Hospital de San José fue construido en los inicios del siglo XX, con diseño del arquitecto italiano Pietro Cantin. Está constituido por amplios corredores en los que se abren pabellones dedicados a alojar pacientes de las diferentes especialidades. Los nombres de los pabellones corresponden a eminentes médicos fundadores de la Sociedad de Cirugía de Bogotá y promotores de la construcción del hospital. Entre ellos estaban los pabellones Manrique, Montoya, Ragonessi, Uricochea, Calixto Torres Umaña, Guillermo Gómez y Fundadores. (Figura 1 y 2)

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Figura 1: Fragmento de la fachada del Hospital San José. Fuente:https://es.m.wikipedia.org/wiki/Hospital_San_Jos%C3%A9_%28Bogot%C3%A1%29 Consulta realizada el 05/05/25

La construcción tiene tres pisos en algunos pabellones. En el primero se encontraban los laboratorios de bioquímica, patología, bacteriología, anfiteatro de anatomía y el pabellón de pediatría y gineco-obstetricia, así como el servicio de urgencias y otros pabellones para alojar pacientes. En el segundo piso oficinas y pabellones de diferentes especialidades, y un tercer piso en el pabellón de gineco-obstetricia, en donde se encontraban algunos de nuestros salones de clase. Así mismo, por ese mismo nivel se accedía a una construcción más reciente en la que se encontraban las salas de cirugía. En el tercer piso, el Pabellón Fundadores, área de hospitalización para pacientes particulares. Los techos y corredores tenían una enorme amplitud y en su parte superior, en el segundo piso, se encontraban unas ventanas que daban a otros espacios. Subiendo por escaleras de caracol, se llegaba a corredores que daban acceso a las habitaciones en donde descansaban los estudiantes, internos y residentes que hacían turno en cada una de las especialidades. La biblioteca daba a la plaza España y en ella se encontraba el lugar para estudiar y hacer los trabajos en un ambiente tranquilo. En el primer piso de ese mismo sector se encontraban las oficinas administrativas de la facultad de Medicina. Todo constituía un laberinto enorme que se abría a jardines y espacios de descanso plagados de historias y leyendas de apariciones y fantasmas.

En 1968 ingresamos a estudiar medicina en la Universidad del Rosario un grupo de 51 estudiantes. Hacía muy poco tiempo se había dado una nueva apertura a esta  Facultad que llevaba cien años cerrada y pasaba a ser la tercera en la ciudad de Bogotá. Las otras dos eran la de la Universidad Nacional y la de la Javeriana. Habíamos ido al Claustro del Rosario y, adicionalmente, al Hospital antes de ingresar para hacer nuestros registros y exámenes de admisión. Nuestro grupo fue el quinto en ingresar y seríamos la quinta promoción de esta nueva etapa de la Facultad de Medicina.

Tendríamos toda nuestra actividad académica allí y, adicionalmente, empezaríamos a involucrarnos muy temprano en todas las reuniones y encuentros que se llevaban a cabo en los diferentes servicios. Los pabellones que en su inicio eran abiertos con camas a lado y lado del gran salón, pasaron a ser divididos en cubículos en los que se alojaban entre 2 y 4 pacientes. Estos pabellones fueron nuestros sitios de docencia y práctica. (Figura 2)

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Figura 2. Antiguo aspecto de uno de los pabellones del HSJ Fuente: https://co.pinterest.com/pin/383017143301463032/ Consulta realizada el 05/05/25

Desde el inicio de nuestros estudios, el ingreso y las primeras clases se dictaban muy temprano y nuestras actividades con frecuencia ocupaban todo el día. Poco a poco y a medida que avanzábamos en los semestres fuimos pasando de la teoría a la práctica.

En los primeros semestres, el anfiteatro de anatomía con sus cadáveres y cada grupo atento a realizar sus disecciones, identificar vasos, músculos, nervios y órganos. Tareas que nos ocupaban todas las tardes y en las que podíamos quedarnos horas adicionales para reconocer mejor y aprender todo ese nuevo vocabulario que debíamos ir adquiriendo y asignando a cada estructura.

En el laboratorio de bioquímica explorábamos nuestra capacidad de realizar diluciones, tomar muestras y examinarlas en el espectrómetro, ver las reacciones de la combinación de varias sustancias, medir el pH de las mismas y, sobre todo, entender qué significaba cada una de ellas. Más adelante, aproximarnos a la evaluación y medición de diferentes tipos de componentes de la sangre y su significado metabólico.

Posteriormente, íbamos al laboratorio de microbiología y parasitología en el que descubríamos maravillas a través de los microscopios y aprendíamos a identificar aquello que encontrábamos en cada lámina.

Después de conocer el nombre y la ubicación de cada órgano y estructura y sus componentes básicos, iniciamos en el tercer semestre el estudio de la fisiología, disciplina que nos permitió comprender el funcionamiento de cada uno de los sistemas. Toda la teoría se acompañaba de prácticas que incluían:  experimentación con animales (conejos, sapos y otros) y con nosotros mismos, midiendo nuestra función renal con el ejercicio y la ingesta de líquidos, frecuencia cardíaca, tensión arterial, reflejos, función visual, etc.

En cuarto semestre empezamos a entender cómo se altera el funcionamiento normal.  A través de la patología, nos familiarizamos con las enfermedades y los diagnósticos. Asistíamos a las reuniones clínico-patológicas, en las que nos acercábamos al análisis de la clínica y su correlación con la patología. Era un ejercicio de discusión en el que éramos observadores de los planteamientos de los internistas, pediatras, cirujanos y otras especialidades, el cuestionamiento de los diagnósticos y las conductas de intervención terapéutica, para terminar, obteniendo la respuesta a través de los hallazgos de los patólogos. Adicionalmente y por grupos, asistíamos y colaborábamos en las autopsias antes de las cuales debíamos revisar la historia clínica para tratar de determinar la causa de fallecimiento. De esta manera, esa experiencia que nos enfrentaba directamente a la muerte, se constituía en una oportunidad muy importante de seguir aprendiendo.    

Una vez superados los dos primeros años, recibíamos cátedra de farmacología y medicina interna y todos los días pasábamos revista con los profesores de dicha disciplina con quienes aprendíamos y reconocíamos desde la teoría y la práctica, la importancia de la historia clínica, anamnesis, y la semiología. Las revistas de servicio cada día se constituían en un ejercicio de análisis de los datos obtenidos bajo la guía de médicos internistas entre los que recordamos con mucho afecto a los doctores Jiménez, Marulanda y Anchique. Aprendimos las cuatro grandes reglas de la medicina: inspección, palpación, percusión y auscultación además de una exploración cuidadosa del paciente para tratar de detectar signos clínicos que orientaran el diagnóstico. El doctor José Ignacio Hernández, quien era el más estricto, nos ponía a percutir a los pacientes sosteniendo el libro de medicina interna de Harrison (mamotreto en ese momento de 500 páginas) para que mejoráramos la técnica de exploración. En esos semestres tuvimos la oportunidad de estudiar la Medicina Interna desde la Cardiología, la Neumología, Gastroenterología, Neurología, entre otras.

En séptimo semestre pasamos a Pediatría en el Hospital Infantil Lorencita Villegas de Santos. Era un hospital más pequeño en el que se practicaba ginecología, obstetricia y recién nacidos, así como los pabellones de lactantes, pre-escolares y escolares y división entre áreas quirúrgicas, clínicas e infecciosas, lo cual nos acercó a otra especialidad médica. Una consideración que debimos entender era que los niños no son adultos chiquitos y debíamos reconocer sus características especiales. Disfrutamos muy especialmente ese semestre por la calidez del ambiente, la docencia con profesores de altísimo nivel y la atención a los niños. En ese momento la influencia de la pediatría mexicana era muy importante, en especial por las características comunes en patología de los niños nuestros con los de ese país. Algunos de nuestros compañeros tuvieron oportunidad de contagiarse con enfermedades virales y padecer síntomas incluso más fuertes que las que padecían los niños. Desarrollaron inmunidad y continuaron el camino.

Después de Pediatría continuamos en el siguiente semestre retornamos a San José para cursar Cirugía general y especialidades.El equipo quirúrgico de la Sociedad de Cirugía hacia honor a sus fundadores. Los quirófanos eran espacios custodiados por la hermana Juana, una religiosa que habitaba en el hospital y era muy estricta en las normas que debían respetarse en las salas. La ceremonia de ingreso a estas incluía un lavado previo e intenso de manos y antebrazos con un cepillo que nos dejaba la piel enrojecida y aséptica. El vestido de cirugía; la bata, gorro y guantes quirúrgicos, constituían un ritual que nos hacía sentir que ya estábamos acercándonos a ser parte, de verdad, del mundo de las blusas blancas y las salas quirúrgicas.

Estábamos allí para observar y para, en ocasiones, ser ayudantes teniendo los separadores quirúrgicos, pero siendo espectadores en primera línea de las habilidades del cirujano. Atendíamos a sus explicaciones y respondíamos a preguntas relacionadas con el diagnóstico, el procedimiento, o la denominación e identificación de los vasos u órganos que veíamos en el campo quirúrgico. Con esa experiencia, los que tenían inclinaciones a esa especialidad confirmaban su gusto y además demostraban sus habilidades en el uso de bisturí, pinzas, suturas y cuanto procedimiento se permitía. Es de anotar que en el servicio de Urgencias ya varios habíamos tenido la oportunidad de suturar heridas de menor magnitud.

Las especialidades constituían otra rotación en este mismo semestre en la que tuvimos oportunidad de asistir a la consulta externa y, en ocasiones, a cirugía en Ortopedia, Oftalmología y Otorrinolaringología. Los dos últimos semestres los dedicamos a la Gineco-obstetricia, a la Psiquiatría y la Salud Pública. Muchos tuvimos la oportunidad de atender partos y recibir recién nacidos, en general sanos, acompañados del docente de la especialidad. Esta tarea incluía largos trasnochos acompañando a las madres gestantes en su trabajo de parto. La cesárea se realizaba en los casos especiales y en esa intervención también asistíamos como ayudantes. 

El semestre de Psiquiatría nos permitió asistir a las clínicas psiquiátricas, la de Fátima y la del Socorro, en donde nos dictaban clase y veíamos a pacientes hospitalizados. Tuvimos aproximación a la clasificación de las enfermedades mentales desde la propuesta de Kraepelin y de Freud, a la psicofarmacología y otras aproximaciones terapéuticas incluido el tratamiento electroconvulsivo.  

En la rotación de Salud Pública estaba incluida la asistencia a un hospital de ciudad pequeña o pueblo. Nos repartieron entre el de La Dorada, hospital con especialistas, salas de cirugía, atención en obstetricia y consulta externa, y los hospitales de pueblos con médicos generales como el de Marquetalia y el de Pensilvania, en Caldas. Allí tuvimos la oportunidad de apoyar actividades y conocer lo que se hacía en las áreas apartadas de las ciudades grandes. Así mismo, pudimos constatar las dificultades para asistir a controles de aquellos que vivían en las áreas rurales y debían desplazarse a pie desde sus sitios de vivienda.

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Figura 3. Mosaico de la Facultad de Medicina, 1972. Fotografía de la autora

En general, en todas las actividades como estudiantes tuvimos la oportunidad de asistir a las reuniones donde se discutían diferentes aspectos del quehacer médico. Además de las reuniones clínico-patológicas asistíamos a los clubes de revistas en donde se discutían artículos relacionados con los diferentes temas de cada especialidad y las sesiones de discusión de casos clínicos de las diferentes especialidades.  

Una vez culminados los 10 primeros semestres cursábamos el año de Internado Rotatorio concebido para afianzar conocimientos y adquirir destrezas que nos permitieran estar muy bien entrenados para enfrentar el año rural que era obligatorio y se llevaba a cabo en áreas aisladas de las grandes ciudades. No pagábamos matrícula y percibíamos una remuneración por parte de los hospitales. Se podía hacer en el hospital de San José o en el Hospital Militar Central. En mi caso, opté por este último. Una vez terminados los 12 semestres recibíamos el título de Médico y Cirujano en una bella ceremonia que se llevaba a cabo en el Aula Máxima del claustro.


 

Comentario Final

La experiencia de haber estudiado medicina imbuidos en la vida hospitalaria desde el primer día y con un enfoque que permitía a los estudiantes ir participando en todas las reuniones y actividades de las diferentes disciplinas, nos aseguró a quienes logramos terminar todo el ciclo, que esto era realmente lo que queríamos hacer. Cada semestre nos mostraba algo más interesante. A medida que avanzábamos en nuestro aprendizaje y descubríamos cada especialidad encontrábamos los elementos que nos fortalecían y nos retaban a seguir profundizando en nuestros aprendizajes. No todos terminamos. Algunos se quedaron en el camino, repitiendo o saliendo a formarse en otras disciplinas. Muchos siguieron siendo parte importante de la historia de este grupo y permanecen en nuestra memoria.

Claudia Talero-Gutiérrez. M.D. Foniatra
Profesora Titular de carrera
Centro Neurovitae. Grupo de Investigación en Neurociencia NeURos
Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud
Universidad del Rosario